sábado, 11 de septiembre de 2010

En el valle de la sombras

Fuente: “Miles de Millones” Carl Sagan

Me gustaría creer que cuando muera seguiré viviendo, que alguna parte de mí continuará pensando, sintiendo y recordando. Sin embargo, a pesar de lo mucho que quisiera creerlo y de las antiguas tradiciones culturales de todo el mundo que afirman la existencia de otra vida, nada me indica que tal aseveración pueda ser algo más que un anhelo.

(…) Disfrutábamos de una aparente buena salud, nuestros hijos crecían, escribíamos libros, habíamos emprendido nuevos y ambiciosos proyectos para la televisión y el cine,
pronunciábamos conferencias y yo seguía consagrado a la más atrayente investigación científica. Una mañana de finales de 1994, de pie junto a la tarjeta enmarcada, Annie advirtió que no había desaparecido de mi brazo una fea mancha de color negro azulado que llevaba allí muchas semanas. «¿Por qué sigue ahí?», preguntó. Ante su insistencia, y un tanto de mala gana (las manchas negrozuladas no pueden ser graves, ¿verdad?), fui al médico para que me hiciese un análisis de sangre.

(…)Mis glóbulos rojos, que llevan oxígeno a todo el cuerpo, y mis glóbulos blancos, que combaten las enfermedades, habían disminuido considerablemente. De acuerdo con la explicación más probable, se trataba de un problema con los hemocitoblastos, que, generados en la médula ósea, son los precursores habituales de glóbulos blancos y rojos. El diagnóstico fue confirmado por expertos en este campo. Yo padecía una enfermedad de la que nada había sabido hasta entonces: mielodisplasia. Su origen es casi desconocido. Me asombró saber que, si no hacía nada, mi probabilidad de supervivencia era cero. Moriría en seis meses. Yo era activo y productivo. La idea de hallarme en el umbral de la muerte se me antojó una broma grotesca.

Sólo existía un medio conocido de tratamiento capaz de generar una curación: un trasplante de médula ósea, pero sólo funcionaría si encontraba un donante compatible. Aun enton¬ces, habría que suprimir enteramente mi sistema inmunitario para que mi cuerpo no rechazase la médula ósea del donante. Sin embargo, una represión seria del sistema inmunitario podía matarme de varias otras maneras; por ejemplo, limitando mi resistencia a las enfermedades de tal modo que estuviese a merced de cualquier microbio que se cruzara en mi camino.

El primer paso consistía en averiguar si podíamos hallar un donante compatible. Algunas personas jamás lo encuentran. Annie y yo llamamos a mi única hermana, Cari, menor que yo. Me mostré reticente e indirecto. Cari ni siquiera sabía que estaba enfermo. Antes de que yo pudiera concretar, me dijo: «Cuenta con ello. Sea lo que sea..., el hígado..., los pulmones..., como si fuera tuyo.» Todavía se me hace un nudo en la garganta cada vez que pienso en la generosidad de Cari. Sin embargo, no había ninguna garantía de que su mé¬dula ósea fuese compatible con la mía. Se sometió a una serie de análisis y, uno tras otro, los seis factores de compatibilidad encajaron con los míos. Resultaba la donante perfecta. Había sido increíblemente afortunado.

Al final del tratamiento, mis glóbulos, tanto los rojos como los blancos, procedían principalmente de Cari. Los cromosomas sexuales eran XX, en lugar de XY como en el resto de mi organismo. Por mi cuerpo circulaban células y plaque¬tas femeninas. Esperé que algunas de las características de Cari empezaran a manifestarse, como, por ejemplo, su pasión por la equitación o por asistir a media docena de representaciones teatrales seguidas, pero jamás sucedió.

Annie y Cari salvaron mi vida. Siempre agradeceré su amor y su ternura. Tras salir del hospital, necesité toda clase de asistencia, incluyendo medicinas administradas varias veces al día por medio de un catéter introducido en mi vena cava. Annie era mi «cuidadora autorizada»; se encargaba de darme los medicamentos de día y de noche, de cambiar los apósitos, de comprobar las constantes vitales y de aportar un aliento esencial. Las perspectivas de quienes ingresan solos en un hospital son, comprensiblemente, peores.
Por el momento había salvado la vida gracias a las investigaciones médicas. En parte no era otra cosa que investiga¬ción aplicada, tendente a ayudar a la curación o mitigar directamente enfermedades mortales, pero por otra se trataba de investigación básica, concebida sólo para entender cómo operan las cosas vivas, sin renunciar por ello a imprevisibles beneficios prácticos.
También me salvé gracias a los seguros médicos de la Universidad de Cornell y, en calidad de cónyuge de Annie, de la Writers Guild of America, la organización de autores de películas, televisión, etc. Existen decenas de millones de per¬sonas en Estados Unidos sin semejantes seguros médicos. ¿Qué habríamos hecho en su caso?
En mis textos he tratado de mostrar cuan estrechamente emparentados estamos con otros animales, qué cruel es infligirles dolor y qué bancarrota moral significa matarlos para, por ejemplo, fabricar lápices de labios. Aun así, como señaló el doctor Thomas al recibir su premio Nóbel: «El injerto de médula no podría haber logrado aplicación clínica sin la investigación en animales, primero con roedores endógamos y luego con especies exógamas, sobre todo el perro.» Esta cuestión me crea un gran conflicto, ya que de no haber sido por la investigación con animales hoy no estaría vivo.

De modo, pues, que la vida volvió a la normalidad (…) Así, tras varios meses en casa (mi pelo creció de nuevo, recobré mi peso, el número de glóbulos rojos y blancos volvió a ser el normal y me sentía perfectamente), uno de los rutinarios análisis de sangre me arrebató la esperanza.

«Lamento decirle que tengo malas noticias», declaró el médico. Mi médula ósea había revelado la presencia de una nueva población de células peligrosas que se reproducían rápidamente. A los dos días, mi familia y yo regresamos a Seattle. Escribo este capítulo desde mi cama de hospital en el Hutch. Gracias a un procedimiento experimental recientemente descubierto, han determinado que esas células anómalas carecían de una enzima necesaria para protegerlas de dos agentes quimioterapéuticos habituales que no me habían aplicado antes. Tras un tratamiento con esos agentes, no encontraron en mi médula más células anómalas. Con el fin de eliminar las que pudiesen haber quedado (pues se reproducen a toda velocidad) sufrí otros dos tratamientos de quimioterapia, a los que seguirían más células de mi hermana. Una vez más había recibido, al parecer, lo mejor para una curación completa.

Muchos me han preguntado cómo es posible enfrentarse a la muerte sin la certeza de otra vida. Sólo puedo decir que esto no ha constituido un problema. Con alguna reserva acerca de las «almas débiles», comparto la opinión de mi héroe, Albert Einstein:
No logro concebir un dios que premie y castigue a sus criaturas o que posea una voluntad del tipo que experimentamos en nosotros mismos. Tampoco puedo ni querría concebir que un individuo sobreviviese a su muerte física; que las almas débiles, por temor o absurdo egotismo, alienten tales pensamientos. Yo me siento satisfecho con el misterio de la eternidad de la vida y con un atisbo de la estructura maravillosa del mundo existente, junto con el resuelto afán de comprender una parte, por pequeña que sea, de la Razón que se manifiesta en la naturaleza.

Los fragmentos a continuación fueron escritos por su esposa.

(…) En Seattle, una radiografía reveló que Carl padecía una neumonía de causa desconocida. Los repe¬tidos análisis no lograron determinar si su origen era bacteriano, viral o fúngico. La inflamación de sus pulmones constituía tal vez una reacción tardía a la dosis letal de radiaciones que había recibido seis meses antes como preparación para el último trasplante de médula ósea. Unas grandes dosis de esteroides sólo consiguieron aumentar sus sufrimientos y no hicieron ningún bien a sus pulmones. Los médicos empezaron a prepararme para lo peor. A partir de entonces, cuando iba por los pasillos del hospital encontraba en los rostros familiares del personal expresiones harto diferentes. Me esquivaban y rehuían mi mirada. Era preciso que viniesen los chicos. Cuando Carl vio a Sasha, pareció operarse en su condición un cambio milagroso. «Bella, bella Sasha —exclamó—. No sólo eres bella, sino también maravillosa.» Le dijo que si conseguía sobrevivir sería en parte por la fuerza que le brin¬daba su presencia. Durante unas cuantas horas los monitores del hospital registraron lo que parecía un cambio completo. Mis esperanzas aumentaron, pero en el fondo no podía dejar de advertir que los médicos no compartían mi entusiasmo. Vieron aquella momentánea recuperación como lo que era, «veranillo de otoño», la breve pausa del organismo antes de su pugna final.
—Esto es un velatorio —me dijo serenamente Carl—. Voy a morir.
—No —protesté—. Lo superarás como ya hiciste antes, cuando parecía que no quedaban esperanzas.
Se volvió hacia mí con el mismo gesto que yo había contemplado incontables veces en las discusiones y escaramuzas de nuestros 20 años de escribir juntos y de amor apasionado.

Con una mezcla de buen humor y escepticismo, pero, como siempre, sin vestigio de autocompasión, repuso escuetamente:
—Bueno, veremos quién tiene razón ahora.
Sam, de cinco años ya, fue a ver a su padre por última vez. Aunque Carl luchaba por respirar y le costaba hablar, consi¬guió sobreponerse para no asustar al menor de sus hijos.
—Te quiero, Sam —fue todo lo que logró musitar.
—Yo también te quiero, papá —dijo Sam con tono solemne.
Desmintiendo las fantasías de los integristas, no hubo conversión en el lecho de muerte, ni en el último minuto se refugió en la visión consoladora de un cielo o de otra vida. Para Carl, sólo importaba lo cierto, no aquello que sólo sirviera para sentirnos mejor. Incluso en el momento en que puede perdonarse a cualquiera que se aparte de la realidad de la situación, Carl se mostró firme. Cuando nos miramos fijamente a los ojos, fue con la convicción compartida de que nuestra maravillosa vida en común acababa para siempre.

Carl Edward Sagan murió el 20 de Diciembre de 1996, a la edad de 62 años, debido a una neumonía.



3 comentarios:

NuMaN dijo...

Aaamigo!Mister Sagan,usted lo sabe, fue uno de los últimos grandes sabios que dió la humanidad,y por mi parte lo he admirado siempre.
Tengo la "piel de gallina"...
Gracias por esta entrada,compañero!Saludos!

Andrés dijo...

Numan, que decir de Sagan?? No me canso de leer sus libros, cada vez aprendo algo nuevo. Su calidad de razonamiento y su forma de expresarlo lo convierten en esas personas de las que lamentablemente no sobran en este mundo.
A mi me pasa lo mismo, cada vez que leo ese capítulo se me eriza la piel. Es que la forma en que Sagan enfrenta y reflexiona sobre la muerte es admirable, ojala yo muestre esa valentía llegado el momento...

Un placer siempre tenerte por aqui Numan

Abrazo

Nicolás dijo...

Sagan realmente fue un grande. Hacen mucha falta mas personas como él.

Me gusta el blog. Saludos.